- .craig / Foter / CC BY-NC-ND
Pareciese que nunca había sido feliz; que nunca hubiese sonreído libremente.
Alba pasaba desapercibida en el gran restaurante, a pesar de ser la pastelera de uno de los restaurantes de postín de su ciudad.
Menuda, rubia, de un blanco de piel que podríamos calificar de pálido, labios finos, ojos claros pero discretos.
Discreta.... esa es la definición perfecta para ella, una personita discreta.
Sus compañeros conjeturaban sobre su vida, pero nadie sabía nada a ciencia cierta.
Nunca se le veía con prisa por salir, no hablaba de su familia, ni de sus aventuras o amores, ni de sus amigas o amigos. No hablaba por teléfono con nadie y, aunque era correcta con todo el mundo, nunca había sido social con el personal.
Pero eso era en su vida "de fuera", como le gustaba llamarla. Esa vida que servía para pagar las facturas; la que le convertía en una persona "normal"; la que había estudiado; la que le aportaba una rutina de la que huir.
Pero ella tenía una vida "de dentro", dentro de su casa, de sus rincones favoritos, de su soledad, en la que era feliz.
En esa vida, ella era pintora.
Pintaba con muy buena técnica, y más o menos arte.
Aunque se esforzaba por hacerlo cada vez mejor, siempre que presentaba una pintura a algún entendido, se encontraba con muchas críticas, argumentadas desde sus conocimientos y con una coincidencia que no entendía: "Le falta alma"
Se sentía bien pintando, ella encontraba sus pinturas bonitas, bien hechas. A su parecer, no tenía nada que ver el alma, el alma estaba en los ojos de los que miraban sus pinturas.
En su soledad, Alba se sentía bien, no la cambiaba por nada del mundo.
Si le apetecía bailar, bailaba; si le apetecía dormir, dormía; si le apetecía gritar, gritaba; si le apetecía compañía, salía y la encontraba. No era nada difícil para una mujer como ella.
Llegó un nuevo jefe de cocina, un chico algo más joven que ella. Seguro de si mismo, guapo, culto, simpático, carismático. Con ganas de darle un giro moderno al restaurante.
Desde el inicio, se fijó en ella. Le decía que su labor como pastelera era vital, le regalaba los oídos, le motivaba a encontrar nuevas formas de presentación. Y ella empezó a creer.
Sin darse cuenta, cómo si hubiese perdido parte de la memoria, se encontró una mañana con el jefe en su cama, dando una excusa muy pobre a una mujer que seguramente sabía de su infidelidad.
Alba lo sabía, sabía que eso que tenía con ese tipo no llegaría a nada importante. No era el primero, y seguramente, no sería el último. Pero este tenía algo especial.
Le estaba haciendo sentir; le hacía creer; le hacía querer.
En el trabajo empezó a disfrutar de su creatividad, empezó a hacer postres ya no sólo sabrosos, si no visualmente deliciosos.
Comenzó a tener una vida social, a querer charlar con sus compañeros, a reír sinceramente. Pero no bajaba la guardia. Sabía que acabaría pronto, y esa consciencia le ayudaba a disfrutar de ese momento de la forma más intensa que conocía.
Pintó, pintó y pintó en sus momentos de soledad. Pintó sus sentimientos, pintó lo que veía, pintó lo que oía.
Y encontró un filón creativo.
Pero llegó el día. Ese día en el que el joven jefe encontró otra a la que regalar sus encantos. El día en el que escuchó la misma excusa que había oído, dirigida a la mujer de su jefe.
Y ese día, Alba, encontró eso que tanto le habían dicho los entendidos. Encontró su alma.
Fue consciente de su fuerza, de su personalidad, de su autenticidad y pintó un cuadro.
Un autoretrato, con una sonrisa. Sin más, sin fondo, sin adornos, sin color.
Se fue a una galería y solicitó una opinión experta. Curiosamente la opinión de la experta en arte fue:
"Vaya, es todo alma.... Quizás le falta un poco de técnica, pero es bueno, muy bueno"
Alba no expuso sus obras en esa galería, ni en ninguna.
Ha decidido que su vida, la de dentro y la de fuera, es muy rica. Y encuentra una gran satisfacción al ver a su jefe creyendo que ha sido su salvador.
Aunque le agradece ese pinchazo de realidad, que oportunamente vino con él.
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